Foto de @viajecin |
Estaba en mora de contar cómo fue el viaje a Uruguay, hace unos meses. Un paseo que resultó buenísimo.
Eran tiempos en que debía salir de Argentina antes de cumplir los tres meses de permanencia como turista. Mi hermana y mi cuñado estaban de visita. Así que aprovechamos la necesidad de viajar y nos fuimos todos en un barco, cuando para nosotros los colombianos, montar en barco es tan exótico como volar en una alfombra persa, y prácticamente igual de imposible.
El barco es el Buquebús, un buque de verdad. Tan grande que tiene un parqueadero. Nos habíamos demorado casi una hora desde Boedo hasta el puerto. Ya estaban terminando de embarcar cuando llegamos. Hicimos check-in rápidamente, pasamos por seguridad haciendo en el camino el striptease de llaves, relojes y correas. En migración entregamos los formularios llenos de garabatos escritos a mach2, corrimos por un túnel y entramos a una sala con unas tiendas, unas mesas y una cafetería. Mi hermana muy preocupada nos dijo que nos apuráramos a entrar al barco, al que debíamos acceder por alguna parte a través de esa sala. Pero ya estábamos adentro.
Recorrimos todo el barco y hasta nos tomamos un café. ¡Un café en un barco! Subimos a la azotea y había mucho viento frío por el invierno. Una vista genial. Desde ahí vimos cómo desaparecía la orilla de Buenos Aires y aparecía la de Colonia, nuestro destino.
Nos habían dicho que Colonia era como Cartagena, pero en el río de La Plata. Y la verdad es que no. Es bonito, sí, y tiene un faro al que se puede subir. Tiene calles empedradas, historias interesantes, caserones de madera y el mejor asado del sur. Pero es diferente de Cartagena, pensar que son parecidos le quita el encanto a ambos. A mí lo que más me gustaba era que en ciertos sectores sentía como si El Cumpa o el mismo Condorito fueran a aparecer para explicarme cómo habíamos llegado a este lugar tan parecido a mi imaginación de cuando yo era un niño de las sabanas de Sincelejo.
Lo malo de Colonia es que se agota en unas horas. Así que alquilamos un carrito y nos fuimos para Montevideo. Ese fue un gran descubrimiento. Estaba anocheciendo cuando llegamos. Estaban prendidas las luces de la avenida que bordea el río, junto a un malecón por donde la gente camina, pasea el perro y monta en bicicleta. Había mucho movimiento en la noche, nos cayó un tremendo aguacero, pero estuvo muy bien. Comimos chivito y la gente resultó amabilísima. El centro es sorprendente, con el Palacio Salvo y, atención a esto: el edificio presidencial sin un solo policía, genial, no hace falta llenar de pistolas la sede del Gobierno.
Regresamos con muchas historias: el alojamiento que perdimos en Colonia, las noches montevideanas donde hay tantas mujeres saliendo juntas que parecen las noches sin hombres de Bogotá, la mujer que entraba al baño perseguida por un mesero que llevaba un rollo de papel higiénico para ella, el hotel que no estrenamos en Montevideo, la llovizna que producía la ducha del hotel de Colonia.
Le conté esto a una española. Ella estaba sorprendida porque Uruguay se llamara Uruguay. "No puedo creer que un país tenga en su nombre la palabra 'guay'." Pero la tiene, porque como guay es el españolismo para decir chévere, se entiende entoces que sea Uruchévere.
Me reí mucho con acordándome de los cuentos de Uruguay. Ahora JL y yo no podemos decir “te acompaño” sin asociarlo con papel higiénico.
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